FASE GUSTATIVA

La fase gustativa se experimenta cuando el vino está en boca, y sigue unos segundos después de haberlo tragado o escupido. Mas bien tendríamos que llamarla, al igual que Jules Chauvet, “fase gusto-olfativa”. En efecto, sabemos ahora cuanto el gusto y el olfato están íntimamente ligados o sea, no existe o casi no existe el gusto sin el olfato. “Cuando los cuatro sabores básicos junto con la textura, temperatura y la información procedente del sentido común* se combinan con los olores, la percepción del sabor ocurre. El sabor define el alimento que estamos comiendo y es reconocido principalmente a través del sentido del olfato”7. Incluso podríamos añadir esta reflexión del neurobiólogo Ranulfo Romo: “la células gustativas son mediocres, no se renuevan fácilmente y se mueren, el secreto está en las olfativas. Es gracias al olfato que recuerdas el sabor de las cosas. El olfato es fantástico, las células gustativas no tanto”9.

Durante esta fase, podremos comprobar los distintos sabores del vino, sensaciones táctiles, sensaciones térmicas y como no, olfativas. Esta fase nos permitirá comprobar o no lo que hemos analizado e intuido durante la fase olfativa y finalmente, sentenciar de forma definitiva sobre las cualidades que encontramos en el vino catado, su equilibrio, su armonía, su elegancia, su fineza etc.

LOS SABORES

Al fin del siglo XIX, el fisiólogo alemán Adolph Fick (1829-1901) define por primera vez lo que solemos considerar como los cuatro sabores básicos:

Lo dulce como la sacarosa
Lo salado como el cloruro de sodio
Lo amargo como la quinina
Lo ácido como el limón

Hoy, se suele reconocer que se tendría que ampliar estos cuatro sabores. Ya en 1908, el japonés Kikunae Ikeda identificó un quinto sabor, llamado Umami (旨味, literalmente “sabroso”, este componente, está presente en numerosos productos industriales como salsas, sopas… y tiene sabor de glutamato, producto que se puede encontrar en la tiendas de alimentación asiáticas).
Hervé This por su parte nos llama la atención sobre el regaliz, que no corresponde tampoco a ningúno de los sabores que hemos visto anteriormente. Algunos científicos se preguntan sobre el sabor metálico, graso etc.

Así, el mundo de los sabores parece mucho más complejo, sofisticado que esta simplificada catalogación en cuatro sabores fundamentales.

De la misma forma, es casi imposible abrir un libro de cata sin encontrar el indefectible dibujo enseñando las regiones de la lengua donde se supone encontrar cada uno de los cuatro sabores básicos: lo dulce en la punta, lo amargo en la base, lo ácido y lo salado en las partes laterales, más hacia delante por estas últimas. Ahora bien, si es verdad que se encuentran densidades de papilas gustativas más alta en estas regiones de la lengua, cada uno desde pequeño ha aprendido a reconocer estos sabores y sabrán intuitivamente, y con un poco de concentración, detectarlos.
Es mas, si saturamos un vaso de agua en azúcar y ponemos dentro la punta de la lengua (parte donde se supone detectar lo dulce), tendríamos que notar el sabor tremendamente dulce de está preparación! Pues no. Si se pone la punta de la lengua en una solución poco o muy azucarada, no se puede detectar ningún tipo de sabor. Curiosamente, nadie parece haber experimentado este hecho tan simple. Si los profesionales hubieran tenido, por poco que sea, comprobado la veracidad de este tópico antes de seguir difundiéndolo, hubieran ahorrado a muchos, horas en intentar localizar sin éxito estas zonas y en desanimarse por el paladar tan poco sensible que la naturaleza injusta nos había otorgado.
Efectivamente, en estas partes de la lengua se encuentra una concentración de estos receptores más densa pero, como lo afirma Manuel Ruiz Hernández, “es una mínima parte de la sensibilidad bucal total (…) Las sensaciones además de la lengua ocurren en el paladar, el entorno dental, la zona labial interior, la sublingual, etc.”

Veamos más en detalle cada uno de estos cuatro sabores básicos:

- Lo dulce. Este sabor está evidentemente ligado a la presencia o no de azucares en el vino y a su concentración. Pero el grado alcohólico, la presencia de glicerina (que pertenece al grupo de los alcohol, igualmente formado durante la fermentación, el segundo en cantidad de los productos secundarios producidos por la fermentación alcohólica) entre otros, pueden producir igualmente esta sensación de dulzón al vino.

- Lo salado. Es poco habitual encontrar este sabor pero ocurre en algunos vinos blancos o rosados. A veces, el aroma del yodo (que se siente durante un paseo por el mar, cuando el viento viene del mar, o en los mariscos por ejemplo) nos puede dar esta sensación salada.

- Lo amargo: Este sabor está presente de forma indirecta por el intermedio de los taninos presente sobre todo en los vinos tintos (unos de los polifenoles contenidos en la piel de la uva, las semillas y el raspón, y que pueden dar en los vinos jóvenes esta sensación astringente de matices amargos), y está acentuado cuando la acidez es importante. De forma indirecta porque al final, la astringencia es una sensación “mecánica” más que un sabor.
Hay que notar que puede ser el estado de la boca (haberse cepillado los dientes o haber bebido café demasiado poco tiempo antes de la cata por ejemplo) que puede dar esta sensación amarga al vino sin que este sea el responsable.
El amargo es un sabor que puede ser interesante en su justa medida (y cuando no ha sido producido de forma incontrolada por algunas bacterias), un sabor muy presente en las cervezas por ejemplo y que tiene la característica de abrir el apetito.

- Lo ácido: O mas bien dicho “los ácidos”. Los seis ácidos principales provienen para tres de ellos de la uva (ácidos tartárico, málico y cítrico), los otros son producidos durante la elaboración del vino (ácidos acético, succínico y láctico) y tienen, según Emile Peynaud, un sabor más complejo. Finalmente, cada uno de ellos tienen un papel diferente en las sensaciones ácidas.
El vino es un producto ácido por esencia, necesita esta acidez para darle vivacidad, frescura así que para su buena conservación. Por desgracia y en general por culpa de unas prácticas inadecuadas en el viñedo, muchos viticultores se ven obligados a acidificar artificialmente sus vinos (esencialmente los vinos blancos o rosados) añadiendo en ellos ácido tartárico, o a bloquear con dosis importantes de sulfitos la segunda fermentación (la fermentación malo-láctica, que es un desacidificación natural del vino). En los países del sur, la casi totalidad de los vinos blancos están elaborados de esta forma. Desgraciadamente, estas prácticas suelen dar una imagen muy equivocada de la acidez en un vino. Es una acidez muy “aguda”, endurecen los vinos de forma muy desagradable, les da verdor, algo metálico y incluso puede provocar (con la ayuda del bactericida que son los sulfitos) provocar ardores de estómago.
La imprescindible acidez natural de un vino, al contrario explota en boca, le da un frescor que equilibra el alcohol, le da vivacidad, brillo y deja al que lo bebe la boca limpia y fresca. Es una invitación a un segundo trago. El origen natural de esta acidez es muy reconocible por la manera que hace salivar en el fondo de la garganta.
Por otra parte, la acidez no puede ser reducida a un simple valor numérico que daría el análisis del vino. Un pianista por ejemplo, no podría reducir un “fortisimo” a lo que seria para un científico un valor expresado en decibelio, porque para este pianista (y sus auditores), lo importante es la sensación de “fortisimo” y no el valor numérico, sensación relativa a las notas que lo preceden o lo resuelven, a la riqueza de sus armónicos, a la redondez del sonido etc. De la misma manera, la “sensación ácida” de un vino será función de su grado alcohólico, de su carga tánica, de su potencia aromática, de su volumen…

Si nuestra sociedad tiende a comer o beber cada vez más dulce, graso y salado, es importante reencontrar la complejidad al que puede contribuir lo amargo, el relieve que puede dar lo ácido (el ácido natural por supuesto).

LO ÁCIDO, LO MINERAL

Es muy fácil de tomar por ácido un vino cuando tendría que ser cualificado mas bien de mineral, seguramente porque el uno valora el otro y que suelen ir cogidos de la mano.
Lo mineral es una característica difícil de ilustrar, es esta sensación de piedra mojada, de estas piedras de amolar, que se mojan para afilar un cuchillo o una podadera. No dejéis escapar la oportunidad de probar el agua de un pozo, es sin duda la mejor manera de resentir la estructura, la “energía” que puede dar lo mineral en un vino (no olvidemos que el vino es constituido en gran parte de agua! ≈ 85%).
Se puede igualmente reconocer lo mineral por algunos aromas de pimienta negra, de tiza…

SENCACIONES TÁCTILES

Son íntimamente ligadas a los sabores:
El dulce, puede dar una sensación grasa en boca, untuosa, aceitosa, de terciopelo, el vino puede parecer cubrir todo el interior de la boca; esta sensación parecerá excesiva si no esta contrapesada por una acidez suficiente. Caracterizará el vino por una fluidez muy dependiente de la cantidad de azucares contenidos en el vino.
Esta sensación suave que puede dar un cierto grado alcohólico y el glicerol, y que podríamos confundir con la presencia de azucares residuales, podrá dar una cierta untuosidad en boca, una cierta consistencia, un volumen (la presencia de taninos acentuará, o equilibrará esta “consistencia”).
Los taninos pueden dar en los vinos tintos y algunos rosados esta sensación de astringencia, que parece secar la boca, bloquear la salivación, apretar los tejidos interiores de la boca. Estos taninos pueden igualmente provocar una sensación de rugosidad. Es un punto importante en los vinos tintos porque cuando mas fina, mas densa parecerá esta “rugosidad”, más elegante será el vino. Serán una prueba de la buena madurez de la uva que habrá hecho nacer el vino (es decir la madurez “fenólica” de la piel, de las pepitas y del raspón si la uva a macerado con él. Es importante notar que el grado alcohólico no es para nada un indicio fiable de una verdadera madurez). Estos taninos, cuando son finos y bien integrados pueden dar consistencia, “carnosidad” al vino. Notemos que la astringencia puede parecer excesiva cuando se cata el vino en ayunas, pero se atenuará o desaparecerá durante una cena, ayudando el vino a hacer frente a un plato muy sabroso por ejemplo.
La efervescencia es un protagonista más o menos presente en los vinos, pero de primera importancia. Para Max Léglise, el gas es “la eminencia gris de la cata, nunca visible pero siempre presente”10.
Los vinos, todos los vinos durante su elaboración, contienen gas carbónico disuelto, que proviene de las fermentaciones que han transformado el zumo de la uva en vino. Al momento de embotellar, sobre todo en vinos jóvenes que se embotellan más temprano, el vino puede tener un nivel de gas carbónico (CO2) todavía perceptible que los viticultores en general eliminan, inyectando un gas neutro (como el nitrógeno) para expulsarlo.
Los consumidores, profesionales o no, tendrían que aceptar o tolerar un gas perceptible en los vinos, blancos, rosados o tintos. Como lo decía Jules Chauvet, “si se quita el gas como hoy se practica, se quita igualmente muchos aromas”1.
Este gas natural no tendría que ser un problema, ni menos estar considerado como un defecto. Es un gas en general muy ligero que tiene las ventajas de dar frescura y consistencia al vino, de ser un vinculo de los aromas. Y sobre todo, de ser un conservante mucho más sano que los sulfitos. A veces, puede ser también el resultado de la reactivación de una fermentación: levaduras se han despertado y se han comido un resto de azúcar residual, lo que no representa ningún problema (algunos dicen incluso que rejuvenece el vino). Pero si este gas se acompaña de una real perdida de limpidez, se puede tratar entonces de una desviación bacteriana…
Este gas cuando hay poco puede dar una sensación de picor en la punta de lengua, es un gas muy ligero, que, si realmente molesta (y no se trata de una desviación bacteriana!), se va muy rápidamente con un pase “brusco” a un decantador o simplemente, tapando la botella con el dedo, para dar unas cuantas agitaciones, método quizás poco habitual pero muy eficaz.

SENCACIONES TÉRMICAS

Un grado alcohólico más o menos elevado puede dar una sensación de calor en boca, sensación en general poco agradable, signo de un vino desequilibrado. La acidez y a veces un cierto nivel de gas disuelto, pueden dar una indiscutible sensación de frescor, indispensable para contrarrestar el nivel alcohólico al que pueden llegar vinos en las regiones del sur.

LA RETRO-OLFACCIÓN

Cuando el vino está en boca y que se ha entonces calentado, es de una gran ayuda inspirar un poco y de forma “entrecortada”, de oxigenar a través de los labios apretados. No tengáis miedo de hacer un poco de ruido; con un poco de práctica, esta forma de extraer las moléculas olfativas del vino una vez en boca y de poder olerlas por vía “retro-nasal” se hace de manera casi inconsciente.
De la misma manera, cuando se traga el vino, incluso una pequeña cantidad, y una vez que el circuito respiratorio se haya restablecido, el aire expirado entonces, impregnado de aromas del vino ingerido, vuelve a las fosas nasales gracias a una ligera sobre presión (presión que podemos sentir al nivel de las orejas si se tapa la nariz tragando).
Son dos formas de seguir y completar el análisis olfativo del vino catado; se confirmarán entonces aromas ya destacados durante las primeras fases olfativas, o se completarán con nuevos aromas el abanico aromático previamente dibujado.

SOMOS DESIGUALES

Las modas cambian, pero nosotros también, en el sentido que cada individuo es un ser único y original. Nuestra historia nos hace distintos, los aromas de nuestra infancia, de nuestro pasado imprime nuestro gusto, modela nuestras afinidades y disgustos.
Pero la fisiología de cada uno influye de forma importante sobre nuestros niveles, nuestros umbrales de percepción. El sexo parece igualmente tener una influencia no despreciable. Las mujeres parecen ser más sensibles a los taninos, los hombres a lo dulce. De todas formas, es un ejercicio bien complicado de determinar las características que pertenecen a diferencias fisiológicas o a diferencias culturales. Y si parece evidente que todos tenemos umbrales de percepción distintos, el catador se encuentra a veces en una gran soledad cuando consigue aislar un aroma que ninguna persona presente a su lado parece detectar.
Dentro de esta diversidad genética que nos hace todos diferentes, la saliva parece tener un papel de los más importantes. Sobre todo porque “ una sustancia tiene gusto únicamente si está soluble en la fase líquida de nuestra alimentación y en la saliva que lubrifica las mucosas bucales”4. Y porque, la saliva, su cantidad segregada, su pH más o menos neutro (así que el tiempo que el vino está guardado en boca) modifican químicamente la composición del vino en boca.
Saboreamos diferentemente sobre todo lo ácido (neutralizado en parte por la basicidad de nuestra saliva), y los taninos que afectarán de diferente manera las encías, el paladar de cada uno, con una sensación más o menos pronunciada de sequedad (“La impresión tánica de los vinos en la cavidad bucal viene condicionada por la saliva"5).
Sabemos que la saliva tiene igualmente un papel de “predigestión” gracias a las enzimas que contiene; esta degradación de algunas moléculas modificará seguramente ciertas sustancias aromáticas.
En resumen, salivamos todos de una manera más o menos importante una saliva al pH distinto, así que saboreamos y catamos de forma distinta. Y al final, saboreamos, apreciamos o preferimos un vino también en función de parámetros intrínsecos que no podemos controlar.

PERSISTENCIA EN BOCA

En este síndrome propio de nuestra época a jerarquizar y cuantificarlo todo, numerosos profesionales y aficionados suelen contar el tiempo (en segundos o caudalias) que las sensaciones, dejadas por el vino una vez tragado o escupido, permanecen en boca. Se valorara así la intensidad, la riqueza y la frescura que podrá dejar o no el vino catado, y entenderemos que un gran vino suele persistir, por supuesto, más de lo habitual.
Una vez más, las cosas no son tan simples como pueden parecer y una esquematización excesiva esconde a menudo un mundo mucho más complejo y apasionante. Sigamos Jacques Néauport cuando escribe: “Pureza, brillo discreto, ligereza, frescura, distinción y armonía aromática, elegancia vuelva a veces caduco las caudalias”6.
La impresión de persistencia potente que puede dar un vino muy alcoholizado, concentrado, tánico (como suelen ser los vinos mejor valorados hoy) nos parecerá infinitamente basta en comparación al refinamiento de un vino menos denso, elegante, neto, mineral, delicadamente perfumado, que dejará en boca un frescor y una nitidez comparable a la pureza del agua de pozo o de alta montaña.
El vino, finalmente esta constituido de más o menos 85% de agua; suscribimos la reflexión de Jean-Pierre Robinot, cuando este dice que el vino, el vino natural tiene que “parecerse al agua, a la pureza del agua. Cuando se bebe agua de un manantial, se siente una energía, una columna vertebral, una franqueza (…) se tendría siempre que encontrar esta columna vertebral que recuerda al agua”11.

EL VINO TRAGADO

En general, los profesionales que catan, juzgan y valoran los vinos los escupen, lo que se entiende perfectamente si no quieren ser afectado de forma anticipada por el alcohol que contienen, visto el gran numero de botellas distintas que a veces tienen que probar en una misma sesión, o más pragmáticamente porque tienen que conducir al concluir.
No obstante, creo que tragar el vino entra de forma significativa en el juicio que cada uno se puede hacer del vino catado. Porque, como lo escribe Emile Peynaud, “es al momento de tragar que las sensaciones agradables de la cata son las mas intensas”4, y sobre todo porque es una vez el vino tragado que se puede dar cuenta de su digestibilidad, y de lo que Pierre Paillard llama la “respuesta del cuerpo”12. No dejemos nunca de lado que el vino es una bebida fermentada, un alimento y, como tal, el cuerpo tiene que asimilarlo de la mejor manera posible. En este punto, es notable que las mujeres tienen en general un gran ventaja sobre los hombres, probablemente gracias a una conexión mucho mas intima con sus cuerpos, una relación más cercana que les hace rechazar naturalmente un vino si sienten la sombra de un peligro.
Añadiré para acabar que, como un chocolate de calidad no tiene que dejar la boca pastosa y grasa, el vino tiene que dejar la boca “limpia” y fresca, dispuesta a recibir el segundo trago.